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Análisis Semanal | El plan antiextorsión del gobierno hondureño y los riesgos para las libertades democráticas

Escrito por: Gustavo Irías 

26/11/2022

Bajo la intensa presión del sector transporte, del gremio empresarial y de las voces de algunas organizaciones no gubernamentales (ONG), el gobierno anunció, el 24 de noviembre, la adopción del “Plan Integral para el Tratamiento de la Extorsión y Delitos Conexos”.

En ese marco, la Asociación para una Sociedad Más Justa (ASJ), publicó el estudio “Impuesto de guerra: El fenómeno de la extorsión y la respuesta estatal en Honduras”, en el que se establece que en Honduras, como resultado de la extorsión, se recaudan “737 millones de dólares, unos 18,270 millones de lempiras, equivalente al 3% por ciento del Productos Interno Bruto (PIB) y a un 14.7% de la recaudación fiscal”.

En efecto, la extorsión es un problema sensible en la seguridad del país debido a que, en torno a este fenómeno se ha tejido una extendida economía criminal que vive a expensas de pequeños y medianos emprendimientos. Este problema social se ha convertido es uno de los factores de la creciente migración hacia los Estados Unidos y Europa, y se ha hecho  más grave por el número de homicidios que aporta. Para el caso, en los  últimos tres años aproximadamente 500 trabajadores del transporte  han sido asesinados.

Ahora bien, no se puede desconocer que los victimarios de esta economía criminal (por lo menos los recaudadores y ejecutores de amenazas y asesinatos) son los que sobran o están fuera del modelo de exclusiones y desigualdades que las élites dominantes han edificado a lo largo de toda la historia del país, agudizado en los últimos 30 años en su versión neoliberal. Más que criminalidad organizada, es descomposición social, es miseria social y humana resultado del crecimiento concentrador de la riqueza en pocas manos. Y esta es la base y causa última para explicarnos el fenómeno de la extorsión. He ahí la razón por la cual todos los gobiernos fracasan en los esfuerzos por erradicarla.

Esto no significa que el Estado no deba intervenir con acciones de corto plazo, preventivas y represivas para garantizar la seguridad ciudadana como uno de los principales bienes públicos. Sin embargo, solamente si se trabaja por desmontar el modelo de desigualdades y  exclusiones será posible la edificación de una sociedad con cohesión social y convivencia pacífica. En caso contrario, lo que único que se reafirmarán serán las concepciones y prácticas autoritarias desde el aparato estatal.

Con el plan anti extorsión la presidenta Castro declaró “emergencia en seguridad nacional” e instruyó “a la Policía a establecer estados de excepción y la suspensión de garantías constitucionales donde se amerite”. Igualmente, ordenó “que los controles en las fronteras deban hacerse con las Fuerzas Armadas y la Policía Militar”.

Este Plan es más cercano al retorno de las políticas de seguridad de “mano dura” más próximas a las estrategias represivas de Bukele en El Salvador, y a las practicadas en el país por diferentes administraciones del Partido Nacional, que a las propuestas hechas en el Plan del Bicentenario basadas en el “combate inteligente a la extorsión”. Aunque las incluye (control de la venta de chips telefónicos por CONATEL y la identificación personal de las transferencias bancarias por la CNBS), su énfasis es policial y militar.

Probablemente esta política tenga algunos éxitos en el corto plazo, utilizando masivamente a las fuerzas policiales y militares, pero no será sostenible financiera ni políticamente en el mediano y largo plazo. Aunque si trae consigo, el grave riesgo de mantener los rasgos principales del autoritarismo heredado, y la apertura a una nueva fase en la infracción de las libertades democráticas.

La policía y los militares de nuevo como actores centrales

En el balance de los primeros cuatro meses de la administración Castro Sarmiento, el CESPAD registraba con preocupación los leves signos de avance hacia la desmilitarización del Estado y la sociedad. La inquietud era mayor porque suponíamos que el resonante triunfo electoral del 28 de noviembre, abría una nueva fase en la historia del país, marcada por la transición del autoritarismo hacia la democracia. En tal sentido, no dejábamos de tener presente, de acuerdo con la experiencia histórica, que uno de los mayores bloqueos en estas transiciones ha sido la sobrevivencia del “enclave militar-policial”. Como firmes creyentes en la democracia, no concebíamos avances reales en la democratización del país, sin un efectivo proceso de desmilitarización (punto programático contenido en el Plan de Gobierno del Bicentenario).

Aun así, considerábamos positivo que a la policía nacional le fueran devueltas, parcialmente, las funciones que le fueran usurpadas por los militares. Sin embargo, preocupaba el discurso oficial que proyectaba la existencia de una nueva fuerza policial, sin que hubiese pasado por la necesaria reforma y depuración interna, que le permitiera superar las prácticas corruptas del pasado inmediato y la ausencia de una cultura de respeto a los derechos humanos (los casos más recientes: el asesinado de Wilson Pérez, integrante de la barra del Real España y la muerte de tres aspirantes a la Academia de Policía). En el último Sondeo de Opinión Pública del ERIC (28 de marzo-7 de abril 2022), la confianza ciudadana en la policía nacional era de apenas el 18.7% de la población y para un 62% de los encuestados esta era considerada una institución muy corrupta.

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A propósito, un informe reciente: “Seguimiento a los dineros de la extorsión en el Triángulo Norte de Centroamérica”, publicado por Global Financial Integrity en septiembre de este año, indica que los funcionarios oficiales corruptos hacen uso del poder encomendado en beneficio personal, lo que lleva a haya “fronteras poco claras entre la corrupción estatal, la captación estatal y la extorsión”. En el caso de Honduras se menciona que “los funcionarios de la banca, que supuestamente deben reportar las transacciones sospechosas a la Unidad de Inteligencia Financiera del país, no lo hacen por temor a represalias”. En el presente, la construcción de confianza ciudadana en la institución policial es un proceso demasiado incipiente (centrado en los esfuerzos pilotos por desarrollar la estrategia de policía comunitaria).

Ahora bien, el gobierno nacional ha colocado al frente del plan antiextorsión a policías y militares. La presidenta Castro ha dejado en la policía la decisión de decretar Estado de sitio “donde se amerite”, aunque esta disposición va en contra del ordenamiento constitucional (un Estado de Excepción sólo puede ser decretado por el Consejo de Ministros o por el Congreso Nacional). Aun así, a partir del 26 de noviembre 120 barrios y colonias (60 en Tegucigalpa y 60 en San Pedro Sula) serán saturados por efectivos de la Policía Nacional y de la Policía Militar del Orden Publico (PMOP), aplicando medidas de excepción.

Además, el Director Nacional de la Policía, Gustavo Sánchez, en declaraciones a la prensa nacional, el 25 de marzo, expresó que para la implementación integral del plan antiextorsión se requerirá las reformas de los artículos 373 y 374 del Código Penal, así como el artículo 237 del Código Procesal Penal y los artículos 26 y 29 del decreto 93-2021.

Los artículos 373 y 374 del Código Penal se refieren a la definición y las penas del delito de extorsión; probablemente se estaría redefiniendo la extorsión como crimen organizado y aumentándose el año de las penas. Por su parte, el artículo 237 del Código Procesal Penal tiene que ver con la protección de testigos. Finalmente, los artículos 26 y 29 del decreto 93-2021, están referidos a la disponibilidad de registros (artículo 26) y de la Unidad de Inteligencia Financiera (artículo 29). Llama la atención que el Decreto 93-2021 está identificado como uno de los pactos de impunidad, el cual ya debería haber sido derogado por el Congreso Nacional.

¿Por qué están en riesgo las libertades democráticas?

Las fuerzas militares y policiales son los mismos órganos de represión heredados del régimen anterior, sin que hayan experimentado las necesarias reformas internas. El patrón del comportamiento de ambas fuerzas ha sido la infracción de los derechos y libertades democráticas. Son las mismas fuerzas que ejecutaron el golpe de Estado del 28 de junio del 2009, las que reprimieron brutalmente los protestas contra el fraude electoral en el 2017 y 2018, y las que han vigilado y perseguido sistemáticamente a los y las defensoras del ambiente, la tierra y el territorio.

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), desde el golpe del 2009, ha expresado sus preocupaciones sobre el rol de los militares y la policía en la infracción de los derechos humanos. Para el caso, en su último informe anual del 2021, la CIDH manifestaba sus inquietudes sobre el Plan Morazán (fase IV), que buscaba militarizar los 30 municipios con mayores niveles de delincuencia con la participación de la Policía Militar (párrafo 37). Esta inquietud se sustenta en las evidencias recabadas sobre el “uso excesivo de la fuerza” por policías y militares “para implementar los toques de queda y confinamientos locales y nacionales establecidos en respuesta a la pandemia, y para suprimir las protestas provocadas por la ausencia de ayuda alimentaria del gobierno y por el desempleo” (párrafo 39).

Asimismo, en ese informe, la CIDH reiteraba su preocupación por el hecho de “no se hayan presentado avances sustantivos para la remoción de las fuerzas militares en tareas de seguridad y que, por el contrario, se hayan presentado retrocesos” (párrafo 221) que han dejado en claro que la desmilitarización de la seguridad pública continúa siendo un compromiso pendiente del Estado hondureño (párrafo 26).

Con el plan antiextorsión, la presidenta Castro ha llamado a la “guerra contra las pandillas” y ha colocado al frente a militares y policías. Aunque, por el momento, los toques de queda estarán focalizados en los territorios controlados socialmente por las maras, la espiral de la violencia y el control policial podrían llegar al nivel nacional o extenderse a las zonas afectadas por la conflictividad social, no por el problema de las maras sino por el conflicto de tierras y territorios rurales, cuyos movimientos sociales fueron las principales víctimas del régimen autoritario. El proceso de transición a la democracia podría quedar a la deriva y la recuperación plena de las libertades democráticas convertirse en una quimera.

Ojalá que no estemos, como otras veces ha ocurrido en la historia nacional, en la antesala de un proceso de cambio político  fallido y una nueva frustración popular.

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