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Análisis Semanal | Pre crisis política y cultura democrática al filo

Escrito por Kevin Isidro

El proceso electoral interno del 9 de marzo de 2025, reveló con crudeza los síntomas más profundos de la cultura política hondureña: una democracia de baja intensidad, marcada por la desconfianza, la instrumentalización institucional y la lógica del enfrentamiento.

Este hecho, más que una coyuntura aislada, marcó el inicio de una peligrosa precrisis política. Las reacciones no se limitaron a la gestión técnica del proceso: lo que debió ser un espacio de diálogo interinstitucional para corregir errores, se convirtió en una arena de disputas entre vocerías individuales del Consejo Nacional Electoral (CNE). Esta fractura institucional es la expresión más reciente de una cultura política que ha reducido el conflicto político a una lógica de enemigos y aliados, debilitando los espacios de deliberación y anulando la posibilidad de consensos.

La polarización, en este contexto, ya no es solo un rasgo del discurso político, sino una condición estructural que erosiona la democracia desde adentro. La ruptura del carácter colegiado del CNE, la denuncia de actas adulteradas, y la judicialización parcial del proceso sin criterios técnicos transparentes, han colocado al sistema electoral al borde de una crisis de legitimidad. Esta situación no surge de la nada: es el resultado acumulado de un modelo político que privilegia la lucha por el control de las instituciones por encima de su función democrática, y que ha marginado sistemáticamente a la ciudadanía de los procesos de decisión.

El desafío no es menor. En lugar de procesar los desacuerdos conforme a las reglas del juego democrático, las instituciones están amplificando los conflictos y reforzando la percepción de que el sistema está diseñado para servir a intereses particulares. Si esta tendencia no se revierte, las elecciones generales de noviembre de 2025 corren el riesgo de celebrarse en un clima de ilegitimidad y confrontación, con consecuencias impredecibles para la estabilidad democrática del país.

A la espera de los resultados finales de las elecciones primarias, programadas para este 8 de abril, las siguientes líneas se enfocan en reflexionar sobre la cultura política hondureña, desde una perspectiva histórica y en proponer algunas claves para su democratización.

Bases históricas de la cultura política hondureña

La cultura política actual de Honduras se ha configurado en torno a una estructura partidista heredada del siglo XX, cuyas raíces profundas explican muchos de los patrones actuales de relación entre ciudadanía, poder y representación. El surgimiento del Partido Liberal y del Partido Nacional a inicios del siglo pasado marcó el inicio de una forma de hacer política basada no en programas ni ideologías claras, sino en liderazgos personalistas y redes clientelares. Desde entonces, la política hondureña se ha construido más sobre vínculos de lealtad personal que sobre una ciudadanía activa y deliberativa.

Ambos partidos, desde sus orígenes, funcionaron como vehículos de poder alrededor de figuras caudillistas, no como espacios de formación política, construcción programática o contrastes ideológicos. La movilización de la simpatía respondía más a favores personales, promesas de empleo o amenazas, que a una adhesión consciente a una propuesta de país.

La intervención de actores externos, como las compañías bananeras estadounidenses, consolidó esta forma de hacer política al establecer alianzas entre élites nacionales e intereses transnacionales. El respaldo de la United Fruit Company al Partido Nacional, y el de la Cuyamel Fruit Company al Partido Liberal, ejemplifican cómo el sistema político hondureño se configuró a partir de pactos entre sectores económicos y políticos que poco o nada respondían a las aspiraciones de la mayoría de la población[1].

Durante los prolongados periodos de inestabilidad institucional del siglo XX —golpes de Estado, dictaduras militares y fraudes electorales— la cultura política no rompió con esta tradición; por el contrario, se fortaleció. Incluso en contextos autoritarios, los partidos tradicionales no fueron proscritos, sino absorbidos como socios funcionales de los regímenes. Su rol no era representar intereses ciudadanos, sino sostener un sistema de dominación basado en el reparto de cuotas, el control territorial y la exclusión sistemática de las voces disidentes.

La transición democrática de los años ochenta, aunque formalmente significativa, fue pactada entre élites y diseñada desde arriba. El retorno a elecciones competitivas no implicó una ruptura con las prácticas caudillistas, clientelares ni excluyentes. Por el contrario, estas prácticas fueron reconfiguradas y adaptadas al nuevo contexto institucional, lo que explica por qué la cultura política hondureña continúa marcada por sus características originarias.

La actual Constitución de la República, promulgada en 1982, fue el resultado de un proceso constituyente tutelado por los militares, en el contexto de una transición pactada entre las élites políticas y bajo la presión de Estados Unidos ante el avance de los conflictos armados en Centroamérica. Aunque representó el restablecimiento formal del orden civil, su diseño institucional favoreció un presidencialismo fuerte, con escasa participación ciudadana en su elaboración y sin mecanismos efectivos de control democrático. El nuevo marco constitucional consolidó la hegemonía de los partidos tradicionales y limitó las posibilidades de expresión política de sectores no alineados, reproduciendo la cultura política elitista y excluyente.

Durante la década de los noventa, impulsadas por organismos internacionales y presiones de la sociedad civil, se implementaron reformas orientadas a fortalecer las instituciones civiles, desmilitarizar el Estado y abrir espacio a una democracia más participativa. La creación del Ministerio Público, la eliminación del servicio militar obligatorio, la transformación de los cuerpos policiales y la supresión de la figura del comandante en jefe de las Fuerzas Armadas fueron hitos importantes. Sin embargo, estas reformas convivieron con una lógica de reparto de poder entre cúpulas partidarias, donde las decisiones seguían negociándose entre bastidores. El golpe de Estado de 2009 evidenció con claridad los límites de este proceso de fortalecimiento democrático: ante una propuesta de consulta ciudadana sobre la posibilidad de convocar una Asamblea Nacional Constituyente, las élites políticas, empresariales y militares optaron por la ruptura del orden democrático. Lejos de tratarse de un simple conflicto institucional, el golpe reveló cuán superficial había sido el enraizamiento de los valores democráticos en las estructuras del poder hondureño.

La fractura institucional de 2009 no solo alteró la correlación de fuerzas en el sistema de partidos hondureño, sino que evidenció las tensiones profundas de una democracia construida sobre bases débiles. Desde entonces, el país ha experimentado un escenario electoral marcado por la recomposición del mapa partidario y la irrupción de nuevas propuestas políticas. Sin embargo, más allá de los cambios en la oferta electoral, los procesos de 2013, 2017 y 2021 han puesto de manifiesto la persistente fuerza de una cultura política centrada en el personalismo, la polarización, el clientelismo y la manipulación institucional.

Elecciones recientes y persistencias culturales: 2013, 2017 y 2021

Las elecciones de 2013 representaron un punto relevante en la reconfiguración del sistema de partidos políticos. Por primera vez, dos fuerzas políticas ajenas al bipartidismo histórico lograron una presencia significativa: Libertad y Refundación (Libre) y el Partido Anticorrupción (PAC). Ambos partidos emergieron de la crisis del golpe de Estado, uno basado en el movimiento de resistencia y otro desde una narrativa antipolítica. Este quiebre electoral, sin embargo, no significó el inicio de una cultura política renovada. Por el contrario, los liderazgos personalistas, las estructuras verticales y la dependencia de la figura del “caudillo” continuaron siendo la norma. Libre giró en torno a la figura de Manuel Zelaya, y el PAC a la de Salvador Nasralla, sin mayores procesos de construcción colectiva ni de fortalecimiento ciudadano.

La crisis se intensificó en 2017 con la reelección de Juan Orlando Hernández. Su candidatura, sustentada en una controvertida sentencia de la Corte Suprema que contradecía explícitamente el texto constitucional, desató una fuerte polarización política y social. Las acusaciones de fraude, el apagón informático en el sistema de conteo de votos y la violenta represión de las protestas mostraron la fragilidad del sistema electoral y la escasa legitimidad de las instituciones.

En este contexto, la ciudadanía fue reducida, una vez más, a la condición de espectadora. La escasa educación cívica, la captura de los medios de comunicación por intereses políticos y la proliferación de desinformación en redes sociales contribuyeron a que buena parte del electorado votara sin contar con información verificada o plural. Las campañas políticas continuaron centradas en figuras y slogans, más que en propuestas debatidas públicamente. El sistema de partidos no ha promovido instancias sostenidas de diálogo con las bases, ni espacios de formación o deliberación ciudadana.

La elección de 2021 trajo consigo la derrota del Partido Nacional y el ascenso de una coalición liderada por Xiomara Castro. Aunque simbólicamente significativa, esta alternancia no modificó sustancialmente las condiciones estructurales de la participación política. La cultura del caudillismo, la expectativa de “soluciones desde arriba” y la fragmentación del tejido social han dificultado el surgimiento de una ciudadanía crítica y activa. Como señala Patricia Otero Felipe, el sistema de partidos hondureño ha sido “poco polarizado ideológicamente y bastante clientelar, donde el solapamiento de las élites partidistas con altas esferas estatales y empresariales ha sido notable”. En otras palabras, lo que se ha alterado es la configuración de los bloques en disputa, pero no el modo en que se hace política ni las formas en que la ciudadanía participa en ella.

Retos para democratizar la cultura política hondureña

Transformar la cultura política hondureña requiere mucho más que alternancia en el poder o reformas legales aisladas. El desafío central radica en desmontar una matriz histórica de relaciones clientelares, verticalismo, exclusión y desinformación, que ha sido funcional a las élites, pero profundamente limitante para la ciudadanía. Se trata, en esencia, de avanzar hacia una nueva forma de entender la política: no como el arte de administrar pactos entre cúpulas, sino como un espacio de construcción colectiva, deliberación pública y ejercicio cotidiano de poder por parte del pueblo.

Una de las tareas más urgentes es el fortalecimiento de la ciudadanía. Esto implica promover procesos sostenidos de educación política, tanto desde la escuela como desde las organizaciones sociales y comunitarias. Sin una ciudadanía crítica e informada, las reformas institucionales tienden a ser cooptadas o neutralizadas por las élites políticas. La participación no puede seguir reducida al acto del sufragio cada cuatro años; debe ser parte integral de una democracia viva, donde la población pueda incidir en la formulación de políticas públicas, la fiscalización del poder y la transformación de los partidos desde sus bases.

También es necesario repensar el papel de los medios de comunicación y las plataformas digitales. La concentración mediática, el sesgo informativo y la difusión sistemática de noticias falsas debilitan el debate democrático y profundizan la polarización. Del mismo modo, el uso de redes sociales debe ir más allá de la agitación o el linchamiento digital, y orientarse hacia la construcción de espacios deliberativos y pedagógicos.

Otro componente central es la reforma del sistema político-electoral para modificar los incentivos que perpetúan el caudillismo y la fragmentación. Se requiere democratizar las estructuras partidarias internas para abrir espacios a nuevos liderazgos y abandonar la lógica de la competencia por cuotas de poder. Sin esta transformación, los partidos seguirán siendo máquinas de clientelismo incapaces de canalizar las aspiraciones sociales de fondo.

Finalmente, es fundamental reconocer el potencial de los movimientos sociales, indígenas, campesinos, feministas, estudiantiles y territoriales como actores clave en la construcción de una nueva cultura política. Aunque frecuentemente excluidos o criminalizados, estos movimientos representan la posibilidad concreta de construir una democracia más sustantiva, enraizada en el territorio y en la vida cotidiana de las personas.

La democratización de la cultura política en Honduras no vendrá desde arriba ni será inmediata. Sin embargo, es una tarea impostergable si se quiere superar la inestabilidad crónica, la desconfianza en las instituciones y la concentración del poder que ha caracterizado la historia reciente del país. Apostar por una política distinta implica construir, desde ahora, formas novedosas de vivirla.

[1] Otero Felipe, P. (2014). El sistema de partidos políticos en Honduras: de la estabilidad bipartidista a la recomposición fragmentada. En R. Martínez (Ed.), Partidos políticos en Honduras: rupturas y recomposición del sistema político (pp. 225–268). Tegucigalpa: Centro de Documentación de Honduras (CEDOH).

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