Cespad

Cómo la opacidad y la falta de rendición de cuentas siguen obstaculizando la fiscalización del financiamiento político en Honduras

Escrito por Osiris Payes

La democracia, incluso en su definición más elemental, no puede prosperar sin reglas claras. No se trata de cualquier conjunto de normas, sino de aquellas que garanticen decisiones colectivas legítimas, con trazabilidad y control ciudadano. Como señala Norberto Bobbio, sin reglas claras, conocidas y exigibles no hay forma de saber quién decide, cómo se decide y en nombre de quién[1]. En el caso hondureño, estas reglas existen en el papel, pero en la práctica suelen aplicarse de manera indulgente, interpretarse con discrecionalidad o, en el peor de los casos, diseñarse para no cumplirse.

Las elecciones primarias de 2025 ilustran de manera clara el desgaste institucional que se ha acumulado. Aunque existe una Ley de Financiamiento, Transparencia y Fiscalización para partidos políticos y candidatos, su implementación resulta —en muchos casos— más simbólica que efectiva. Diversos análisis indican que la Unidad de Política Limpia enfrenta limitaciones serias: escasez presupuestaria, dependencia operativa y deficiencias técnicas que afectan gravemente su capacidad para fiscalizar el uso de recursos en campaña[2]. Además, la mayoría de los precandidatos incumplieron obligaciones básicas como la apertura de cuentas bancarias específicas para sus campañas, y hasta la fecha todos no han presentado los informes financieros requeridos por la ley.

La democracia, por lo tanto, conserva su forma, pero su contenido se desvanece. Las normas están presentes, pero no se aplican; la legalidad se invoca, pero no se respeta. Lo que se presenta como un proceso democrático se convierte, en muchos casos, en una mera una simulación institucional. Ante esta realidad, surgen interrogantes fundamentales: ¿qué efectividad tienen las reglas cuando carecen de mecanismos reales de exigibilidad?, ¿cuál es el impacto de esta debilidad institucional en la credibilidad del proceso electoral?, ¿hasta qué punto la brecha entre la norma y la práctica socava la legitimidad del sistema democrático?

  1. Proceso de fiscalización y sanción del financiamiento político

Después de las elecciones primarias, la legislación hondureña establece que los precandidatos deben rendir cuentas en un plazo de quince días, mientras que los movimientos internos de los partidos políticos tienen veinte días para hacerlo. Según los artículos 47 y 48, esta información debe presentarse al Consejo Nacional Electoral (CNE) a través de la Unidad de Política Limpia, especificando el origen y destino de los fondos utilizados durante la campaña.

Este proceso, en principio, está diseñado para permitir una verificación posterior de la veracidad del financiamiento declarado. De hecho, uno de los aspectos más relevantes de este sistema es que la transparencia financiera no solo tiene un valor simbólico: si se determina que se usaron fondos de origen ilícito o incierto, el Consejo Nacional Electoral (CNE), previa resolución del Tribunal Superior de Cuentas (TSC), puede declarar la inelegibilidad sobrevenida del candidato (Artículo 54). Esta medida puede aplicarse incluso entre la fecha de las elecciones primarias y hasta treinta días antes de las generales, con el objetivo de evitar que quienes violen la normativa lleguen a figurar en la papeleta electoral.

Ahora bien, la ley también contempla escenarios de incumplimiento. Si los informes no se presentan en tiempo y forma establecidos, se activa un régimen de sanciones que, en teoría, es progresivo. No obstante, lo que en algún momento fue una multa de 50 salarios mínimos para todos los niveles de candidaturas, en la actualidad ha sido considerablemente suavizado. La reforma al artículo 56[3] redujo las sanciones a 15 salarios mínimos para candidatos presidenciales, 10 para diputados y apenas 5 para cargos municipales. Esta rebaja, que representa reducciones de entre el 70 y el 90 %, se produce al mismo tiempo que se mantiene la obligación formal de presentar los informes en un plazo de cinco días hábiles siguientes a la notificación.

Si el incumplimiento persiste, el CNE puede otorgar un nuevo plazo de cinco días y, tras diez días adicionales sin respuesta, se reserva el derecho de suspender tanto a la autoridad central del partido como su personalidad jurídica. También se contempla remitir la falta al TSC y al Ministerio Público (Artículo 57). Finalmente, el artículo 59 establece que, si los movimientos internos o sus candidatos se niegan a rendir cuentas, se puede declarar su inelegibilidad para participar en las elecciones generales.

En teoría, este andamiaje normativo parece sólido. Pero, como ocurre en sistemas con baja exigibilidad institucional, el problema no radica tanto en lo que dice la ley, sino en cómo se aplica.

  1. Una ley que no se cumple y la realidad del proceso de fiscalización

Aunque el marco jurídico establece reglas claras para la rendición de cuentas durante las elecciones primarias, la práctica demuestra que estamos frente a un sistema gravemente vulnerado. El proceso electoral ha estado marcado por el incumplimiento sistemático, una débil respuesta institucional y el progresivo debilitamiento del régimen sancionador.

Para las elecciones primarias de 2025, los límites de gasto autorizados por el CNE[4] fueron excepcionalmente elevados. En el nivel presidencial, el tope alcanzó los 505.3 millones de lempiras. Para las diputaciones y alcaldías, los montos varían según la carga electoral. Por ejemplo, en Colón el tope para diputados ronda los 4.5 millones, mientras que en Intibucá se reduce a 962 mil lempiras. A nivel municipal, el Distrito Central tiene un techo de 66.2 millones, en contraste con los apenas 633,800 lempiras permitidos en municipios más pequeños como Santa Lucía.

La magnitud de estos gastos se refleja —aunque de manera parcial— en los hallazgos del monitoreo realizado por la Unidad de Política Limpia. En su informe preliminar, publicado el 3 de marzo, se reportó una inversión de L27,463,883.80 en publicidad electoral entre el 18 de enero y el 18 de febrero[5]. De este total, más del 96 % se destinó a medios tradicionales (radio, televisión, prensa escrita), mientras que el resto fue para las redes sociales. También se registraron 152 concentraciones políticas y 139 visitas territoriales en los 18 departamentos del país.

No obstante, el monitoreo excluyó rubros clave como la propaganda impresa, su distribución y los costos logísticos asociados a las actividades proselitistas —transporte, alimentación, equipos de sonido, materiales visuales, entre otros—. Esto indica que, incluso con informes oficiales, lo fiscalizado representa sólo una porción del gasto real, lo cual evidencia las debilidades estructurales del sistema de control y deja un amplio margen para el financiamiento irregular y la inequidad en la competencia electoral.

Lo más preocupante es que, a pesar de la magnitud del gasto, el nivel de cumplimiento de las obligaciones mínimas es alarmantemente bajo. Un día antes de las primarias, la Unidad de Financiamiento informó que apenas el 36 % de los 5,880 sujetos obligados había abierto una cuenta bancaria diferenciada. Este incumplimiento es muy significativo, ya que la cuenta diferenciada es fundamental para rastrear el origen y destino de los fondos. Sin embargo, no se aplicó ninguna sanción, lo que evidencia que estas obligaciones legales son, en la práctica, optativas.

La situación no mejoró en la etapa posterior. El plazo para la entrega de informes financieros venció el 24 de marzo para precandidatos y el 29 para movimientos internos. Según declaraciones públicas, sólo alrededor del 50 % de los precandidatos[6] cumplió y el porcentaje para los movimientos internos no ha sido informado. A pesar de ello, la Unidad sigue recibiendo informes fuera de plazo sin activar las consecuencias previstas en la ley.

Lo más grave es que esta tolerancia no es un hecho aislado, sino parte de una tendencia institucionalizada. En 2021, el Congreso aprobó el Decreto 94-2021, que eliminó retroactivamente la responsabilidad de partidos y candidatos por no presentar informes financieros. Este precedente debilitó profundamente el régimen de transparencia, bajo el argumento cuestionable de favorecer la inclusión democrática[7].

Lo situación se complica aún más cuando la propia Unidad de Política Limpia —creada para fiscalizar— solicita al Congreso Nacional una extensión de plazo, argumentando irregularidades logísticas y que en algunos lugares las elecciones terminaron hasta el lunes. Esta justificación carece de fundamento técnico. Según el cronograma oficial, la propaganda electoral concluyó el 3 de marzo, y el periodo para la rendición de cuentas debía alinearse con ese calendario.

Aún más preocupante es que la Unidad ha anticipado públicamente su expectativa de que el 9 de abril el Congreso apruebe un nuevo decreto que extienda el plazo y exima de sanciones a quienes no cumplieron. Esta afirmación, además de estar fuera del marco legal, revela una preocupante subordinación de la norma a las decisiones políticas coyunturales. El resultado es una institucionalidad debilitada, en la cual las leyes pierden vigencia ante intereses del momento.

  1. El deterioro democrático: cuando las reglas se ignoran, la voluntad colectiva se desvanece

La situación descrita no puede interpretarse como una simple falla administrativa o un déficit en capacidades técnicas. En su esencia, representa una amenaza estructural al régimen democrático. Como advertía Norberto Bobbio, no basta con tener reglas: cualquier sistema político las tiene. Lo que define a una democracia es que esas reglas sean exigibles, públicas y constitucionalizadas; es decir, resultado de un proceso histórico que busca garantizar la igualdad política, el control ciudadano y la participación efectiva.

Cuando estas reglas se ignoran sistemáticamente o se ajustan a intereses particulares, no solo se erosiona una disposición legal, sino la legitimidad misma del sistema. La consecuencia es un debilitamiento progresivo del pacto democrático. En el caso de Honduras, este deterioro tiene dos aristas particularmente alarmantes.

Por un lado, se institucionaliza la opacidad. Un acuerdo de reserva firmado en 2018 entre la Unidad de Política Limpia y el Instituto de Acceso a la Información Pública (IAIP) mantiene bajo confidencialidad —por una década— los nombres de quienes aportan a las campañas. Esta medida, lejos de fortalecer la confianza pública, socava el derecho ciudadano a saber quién financia a quién. Sin esa información, el acto de votar se convierte en un gesto ciego, desprovisto de contexto. Como advertía Bobbio, sin publicidad no hay control, y sin control no hay democracia. Lo público se privatiza, y la representación política se transforma en una ficción.

Por otro lado, la inacción frente al financiamiento ilícito o no declarado perpetúa una lógica de impunidad. El incumplimiento sistemático de las obligaciones legales, sin consecuencias reales, convierte las normas en meras sugerencias. En ese contexto, el poder político ya no emana de la voluntad popular, sino de estructuras económicas invisibles, no reguladas ni sancionadas. Lo que debería ser competencia democrática se transforma en desigualdad estructural.

La erosión no se limita al ámbito electoral. Cuando las instituciones democráticas dejan de aplicar sus propias normas, también se diluye el vínculo con la ciudadanía. La representación política se convierte en una promesa incumplida, y la confianza en el sistema se desvanece. A largo plazo, este tipo de deterioro reduce la disposición ciudadana a participar, debilita el tejido social y alimenta el escepticismo hacia las reglas mismas.

No se trata de un problema ocasional. Lo que estamos presenciando es un patrón sostenido que responde a decisiones políticas deliberadas. Mientras se mantenga la reserva sobre los financiadores, no se apliquen las sanciones y la legalidad sea subordinada a la conveniencia, el sistema electoral será poco más que una apariencia. Y mientras no exista fiscalización efectiva con consecuencias reales, la transparencia seguirá siendo un recurso discursivo, no una práctica institucional.

En este escenario, no solo está en juego la legalidad de los procesos electorales, sino la confianza ciudadana en la democracia. Porque cuando las reglas pierden sentido, también se erosiona el compromiso colectivo de respetarlas.

Descargue PDF aquí:Análisis Semanal

[1] Bobbio, N. (1984). El futuro de la democracia.

[2] CESPAD. (2024). Análisis Semanal El fallido sistema de control del financiamiento ilícito electoral en Honduras, núcleo central de la macro corrupción política. Centro de Estudio para la Democracia.

[3] Decreto Legislativo No. 94-202, https://www.tsc.gob.hn/web/leyes/Decreto-94-2021.pdf

[4] https://www.cne.hn/biblioteca/procesos_electorales/elecciones_2025_EP/ep2025.html

[5] https://utpoliticalimpia.hn/presentacion-informe-politico/

[6] https://x.com/rcvhonduras/status/1905313871352508417?s=61

[7] CESPAD. (2025). ¿Democracia o mercado de influencias? El riesgo de la opacidad en las elecciones políticas en Honduras

Follow by Email
Telegram
WhatsApp