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Análisis Semanal | Escalada del crimen y de la militarización en Honduras

Escrito por: Gustavo Irías

25/06/2023

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La última semana del mes de junio dejó un saldo sangriento en Honduras. En principio, el asesinato (martes 20 de junio) de 46 mujeres privadas de libertad recluidas en la Penitenciaría Nacional Femenina de Adaptación Social (PNFAS). Luego, el atroz crimen de Erika Yulissa Bandy García (viernes 23 de marzo), esposa de Nery López Sanabria, quien se hacía llamar Magdaleno Meza y quien fue acusado por el delito de tráfico de drogas (ejecutado en un centro de máxima seguridad en el 2019). A López, quien fue capturado en el 2018, junto a Bandy, se le encontraron las famosas “narcolibretas”, libretas de contabilidad que fueron algunas de las pruebas utilizadas por la fiscalía de New York, para acusar criminalmente a Tony Hernández. Y no menos importante, la masacre que se registró en Choloma, Cortés, que dejó como saldo el crimen de 12 personas (sábado 24 de marzo).

Igualmente, en el transcurso de este mes se han reactivado las riñas sangrientas entre pandillas en diferentes centros penales y el número de homicidios y femicidios diarios ha experimentado una tendencia al alza.

Ante estos acontecimientos, se han tejido tres hipótesis: la primera, un ajuste de cuentas dentro del crimen organizado. La segunda, la disputa por el reacomodo de los carteles de la droga. Y, la tercera, la intención de generar ingobernabilidad del actual gobierno (puede ser una combinación de las tres). Adicionalmente, el patrón del patriarcado y la impunidad del sistema de justicia continúa potenciando los femicidios y muertes violentas de mujeres. Con las cifras actuales (196 mujeres asesinadas), el 2023 apunta a ser el más  violento para las mujeres en los últimos diez años.

Estos hechos, en su conjunto, han creado la “tormenta perfecta” para justificar, desde la actual administración, el incremento de la militarización y recurrir al viejo y fracasado enfoque de la “mano dura”.

Estas líneas tienen el propósito de generar una reflexión sobre cómo en este tipo de contextos (con altos niveles de criminalidad y el rol protagónico de los militares en la seguridad pública), se bloquea el florecimiento de la democracia, colocando en riesgo permanente la vigencia de las libertades públicas y los derechos humanos.

De la gran variedad de medidas adoptadas en esta coyuntura por el gobierno presidido por Xiomara Castro, merece una atención especial: el retorno de los militares a los centros penitenciarios, otorgándosele más poderes a la temida Policía Militar del Orden Público (PMOP).

Paradójicamente, en un contexto de transición a la democracia, los militares se mantienen en el centro de la gestión pública, en un país en el cual el mayor deterioro democrático fue provocado por el golpe de Estado del 28 de junio del 2009. Sin embargo, no es una situación propia de Honduras, pues si examinamos Latinoamérica en su conjunto es posible constatar que “los militares han vuelto a la escena”, pero “a diferencia del pasado, ya no aparecen como aliados de las fracciones perdedoras para participar de golpes de Estado contra los gobiernos constituidos sino, generalmente, como parte de proyectos de seguridad pública interna. Según las encuestas, los militares gozan hoy de mayores niveles de confianza que los partidos políticos. De esta forma, en un contexto de deterioro democrático regional, la ´cuestión militar´ vuelve al centro del debate de manera transversal a los posicionamientos ideológicos de los gobiernos” (Diamint, Ruth, 2018), es decir, independientemente de los alineamientos de izquierda o derecha.

La promesa por la desmilitarización de la seguridad pública era fuerte en el Programa del Bicentenario del partido Libertad y Refundación (LIBRE), pero en los primeros 15 meses de gobierno, con la excepción de la desmilitarización de los centros penales, no se ha registrado ningún intento por modificar el “estatus quo” de los militares. Al final, no ha sido falta de voluntad política, sino que puro pragmatismo, probablemente sin considerar el costo que esta decisión puede representar en la recuperación del Estado democrático de derechos.

La renuncia a una concepción civil y democrática en la gestión de los centros penales

En el llamado Programa del Bicentenario, plataforma electoral de LIBRE (actual partido de gobierno) se establecía que “En materia de seguridad el régimen del Partido Nacional ha optado y profundizado la política mano dura y militarización que no ha dado resultados positivos en ningún lugar del mundo. Porque toma el rábano por las hojas y confunde el síntoma con la enfermedad”.

En tal sentido, proponía “Asegurar la conducción civil de la seguridad” en una concepción de desmilitarización y seguridad ciudadana. Consistente con esta concepción, el 2 de marzo del 2022, el Consejo de Ministros determinó desmilitarizar los centros penales, entregando su administración a la Policía Nacional, aunque el PCM 03-2022 fue publicado hasta el 10 de agosto en el diario oficial La Gaceta). Pero, a un poco más 6 meses del anuncio oficial de la transferencia a la conducción policial, fue creada, de emergencia, una Comisión Interventora en abril del 2023 (PCM 16-2023), para que le hiciera frente a un nuevo ciclo de matanzas internas, perdiendo de hecho la policía el control de los centros penales.

La agenda de trabajo de la Comisión Interventora tenía sentido, pues apuntaba a resolver varios de los problemas estructurales mencionados reiteradamente en diferentes diagnósticos de organismos de derechos humanos, tales como: reclasificar y separar en grupos diferenciados a las personas privadas de libertad; realizar un efectivo desarme general, desmontar los autogobiernos, aumentar los efectivos policiales, valorar jurídicamente un indulto general para reducir la población penitenciaria; realizar pruebas de confianza a personal policial y civil, establecer un sistema de datos biométrico, entre otros más.

Más allá de la buena voluntad de las personas integrantes de la Comisión, desde el día de su constitución, diversos sectores, entre estos el académico y de la sociedad civil organizada, cuestionaron la idoneidad de estas personas en lo referido a sus pericias en la administración de sistemas penitenciarios. Es innegable que los centros penales históricamente han sido controlados por las maras y el crimen organizado, una situación que se torna más compleja si se le suma la corrupción e ineficiencia policial y militar.

De ahí que no hayan sorprendido los resultados fallidos de la Comisión Interventora, pero si son obligadas las interrogantes siguientes: ¿Por qué no se consideraron otros escenarios diferentes a la remilitarización? ¿Por qué no se buscó personal más idóneo y continuar con la Comisión Interventora, en lugar de llamar a los viejos guardianes de los centros penales?

El retorno del control de los militares en los centros penales en Honduras

Solamente 1 año logró mantenerse la desmilitarización de los centros penales. Este retroceso en la limitada desmilitarización fue facilitado y justificado en un contexto de riñas sangrientas y con saldos mortales de pandillas; la corrupción descarnada de funcionarios penitenciarios y de la policía; el fracaso de la Comisión Interventora, así como del efectivo autocontrol de los centros penitenciarios a manos de las maras y del crimen organizado.

Pero, ¿se justifica la remilitarización de los centros penitenciarios?

En general, el Estado hondureño ha implementado en las últimas décadas una fallida política pública de “mano dura”en contra de las maras y pandillas.  En el 2003, en el gobierno de Ricardo Maduro, se emitió el Decreto 117-2003: Ley de Maras y Pandillas, que permitió el aumento de la población privada de libertad, dando origen a una crisis del sistema carcelario y a graves vulneraciones de los derechos humanos que ningún gobierno ha tenido la voluntad y capacidad de resolver.

Al respecto, llama la atención que la Corte y la Comisión  Interamericana de los Derechos Humanos (Corte-IDH  y la CIDH), hayan encontrado similares problemas estructurales en el sistema penitenciario en el 2012 y 2018, signados por: el hacinamiento, insalubridad, contaminación, ausencia de efectivos programas para la reinserción, deficits de atención medica y alimentación, además, por la incorfomidad, antagonismos y enfrentamientos. En otras palabras, en estas últimas décadas, esos problemas no se han solucionado y, al contrario, nos ayuda a explicar, en parte, los recurrentes amotinamientos con saldos sangrientos. Adicionalmente, en un comunicado reciente el Comisionado Nacional de los Derechos Humanos (CONADEH), ha estimado que del 2003 al presente, al menos 1,050 personas privadas de libertad han perdido la vida.

Desde el 2003 los militares han tenido una participación directa e indirecta en el sistema penitenciario y de manera casi permanente desde el 2014 (militares reservistas asumieron el rol de guardianes de prisión), pero formalmente este papel es asumido en diciembre del 2019, mediante el Decreto Ejecutivo 068-2019 hasta junio del 2022. Sin embargo, el protagonismo militar en el sistena penitenciario no ha resuelto ni la criminalidad en el país, como tampoco ha asegurado la goberanza en las cárceles.

La militarización de los centros penales respondió al modelo de “mano dura” puesto en práctica por JOH, consistente en la construcción de “carceles de máxima seguridad”, bajo el supuesto de que este modelo reprimiría el crimen, resolvería la crisis en las prisiones y rompería los autogobiernos. En la inauguración del primer centro penitenciario de esta categoría, el 7 de octubre del 2019,  JOH llegó a expresar: “Hemos debilitado a las pandillas en todos sus niveles y en especial los cabecillas y mandos intermedios”.

Con base en las últimas decisiones de la presidenta Xiomara Castro, la actual administración, en lugar de romper con ese modelo heredado le estaría dando continuidad, con un par de agregados: a) la construcción de mega cárceles (Islas del Cisne y Naco), y b) un estado de excepción cuasi permanente, enfoque de seguridad que estaría aproximándose al implementado por el presidente Nayib Bukele, en El Salvador.

Ahora bien, lo más preocupante de este asunto es que los centros penales no solo han sido transferidos a los militares, sino que, específicamente, a la Policía Militar del Orden Público (PMOP), un ente con un largo y pesado historial de infracción de derechos humanos.

Mayores poderes para la PMOP

A la transición política hondureña le hace falta más contenido democrático y de ruptura con el pasado; otorgar más poderes a los militares continuará siendo una enorme amenaza a la democracia.

Sin duda, una de las banderas que movilizó a la oposición más consciente y pensante en contra de JOH fue la de la desmilitarización, en especial de la Policía Militar del Orden Público, que actúo como una verdadera guardia pretoriana al servicio de la autocracia electoral. En el Programa del Bicentenario se registra esta demanda, al establecer que se determinaría: “la temporalidad de la ley de Policía Militar del Orden Público que militariza el orden civil y contamina a la fuerza armada con una función ajena”.

Empero, las decisiones concretas de la actual administración es otorgarle más funciones y poder: en la protección del bosque, en la atención de salud, en la seguridad pública (incluyendo los desalojos recientemente ordenados en contra de comunidades agrarias y de pueblos originarios) y, ahora, nuevamente, en la administración de los centros penales.

La PMOP es el símbolo más visible y recordado del autoritarismo de los últimos 8 años de los gobiernos del Partido Nacional. Creada el 22 de agosto, mediante Decreto Legislativo 168-2013, fue constituida con “competencia en todo el país, integrada por efectivos de las Fuerzas Armadas de Honduras, cuya función principal es (…) garantizar (…) el mantenimiento y conservación del orden público”, llevando “a cabo sus tareas y acciones en coordinación con la Fuerza Combinada de Tarea Conjunta Interinstitucional creada por el Poder Ejecutivo” (artículo 1 de la ley).

Desde su creación, sus eventos más recordados son por lo menos tres. El primero, los violentos desalojos de las cooperativas de la reforma agraria del Bajo Aguán y de otros asentamientos agrarios y de pueblos originarios, seguidos de la represión y persecución del liderazgo social. El segundo, la brutal represión contra las manifestaciones populares en contra del fraude electoral de noviembre del 2017, con el saldo sangriento de muertos y lesionados. Y, el tercero, la permanente represión y persecución contra cualquier expresión de protesta social, infringiendo las libertades democráticas básicas.

Respecto al segundo evento, la Oficina del Alto Comisionado de los Derechos Humanos de Naciones Unidas (OACNUDH), elaboró e hizo público el informe: “Responsabilidad por las violaciones a los derechos humanos cometidas en el contexto de las elecciones de 2017 en Honduras: avances y desafíos” (15 de enero, 2020).

En ese informe se destaca que: “La respuesta del Estado de Honduras a las manifestaciones resultó en graves violaciones de los derechos humanos. La OACNUDH observó que los elementos de las fuerzas de seguridad, especialmente la Policía Militar del Orden Público y el Ejército utilizaron la fuerza excesiva, incluida fuerza letal para controlar y dispersar las protestas, lo que provocó la muerte y lesiones de manifestantes en gran magnitud. Entre el 26 de noviembre de 2017 y el 27 de enero de 2018, la OACNUDH documentó que, en el contexto de las protestas postelectorales, al menos 23 personas murieron, incluido un oficial de policía; alrededor de 60 personas resultaron heridas, la mitad de ellas con munición letal. Entre el 1 y el 5 de diciembre de 2017, al menos 1,351 personas fueron detenidas por violar el toque de queda. OACNUDH también documentó casos de malos tratos durante el arresto y / o durante la detención, así como una desaparición forzada”.

Los responsables de estas muertes y lesiones aún se mantienen en la impunidad. En este mismo informe la OACNUDH reportaba la obstrucción de las investigaciones judiciales por parte del alto mando de la PMOP.

La transición hondureña atrapada en el autoritarismo

Según los teóricos de la transición política, esta es entendida  como el paso de “regímenes autoritarios modernos” (generalmente con fuerte presencia militar) “a fórmulas democráticas”, en las que, aunque están ausentes modelos de cambios radicales, debe haber “algún tipo de ruptura”, especialmente con los llamados “enclaves autoritarios” (Garretón, Manuel ).

Estos “enclaves autoritarios” pueden ser textos constitucionales completos, preceptos constitucionales, marcos jurídicos y la presencia relevante de los militares en la gestión pública. En tal sentido, la transición hondureña continúa atrapada en el autoritarismo: un Consejo Nacional de Defensa y Seguridad que sigue funcionando con el misma normativa del régimen autoritario, concentrando todos los poderes del Estado, y un rol relevante de los militares que, en lugar de disminuir en relación al régimen de JOH, la tendencia es a incrementarse, en un contexto del aumento del crimen y la violencia.

La historia reciente de América Latina registra transiciones exitosas y fallidas. Para el caso, la transición argentina (1983) es una de las experiencias relativamente exitosas, en tanto el primer gobierno civil que sucedió a la dictadura procesó ejemplarmente a las tres Juntas de Comandantes por los delitos de lesa humanidad cometidos en el marco del terrorismo de Estado, estas Juntas gobernaron entre 1976 y 1982 (varios comandantes han fallecido en prisión pagando sus infracciones a los derechos humanos). Por su parte, Chile, aunque se liberó del dictador Pinochet (1990), necesitó más de treinta años (30) para que las nuevas generaciones salieran a las calles a demandar democracia y exigir la derogación efectiva los “enclaves autoritarios”.

A pesar de sus limitaciones, la transición hondureña es la mayor oportunidad histórica que ha tenido el país para generar cambios democráticos (expresados en el Programa del Bicentenario). Pero, definitivamente hace falta un mayor protagonismo de “los de abajo”, de los movimientos sociales y de las redes y plataformas de la sociedad civil en la derogación de los “enclaves autoritarios” y en la presión por cambios democráticos sustantivos.

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