Escrito por: Nancy García
Con música de fondo, entre las mujeres del Encuentro de Defensoras de los Bienes Comunes, encontramos a Leocadia Guity, quien en su amena plática comienza hablar del proceso de elaboración del cacao. Se muestra con su semblante severo, pero “capa por capa” vamos descubriendo que “Cayita”, como se le llama, es una mujer que ha dedicado su vida a fomentar el respeto de los derechos de las mujeres y de los pobladores de las comunidades Garífunas.
Se levanta de la silla que ocupa y con una sonrisa se irradia todo, nos muestra las máquinas en las que se realiza el proceso de producción de una bebida a la que han nombrado choco-gifiti. “Primero se seca el cacao; cuando el gifiti ya está embazado en tambos se combina con el chocolate. Le agregamos azúcar, canela y se mezcla. Le echamos el gifiti y después otras cosas que son ocultas”, dice, mientras finaliza con una carcajada, para no develar el secreto que guardan las mujeres garífunas en su receta para crear una bebida que cautiva a quienes visitan su playa.
Cayita pertenece a la organización Wagucha, una palabra garífuna que en español quiere decir Nuestra Raíz.
Las raíces de Leocadia
Leocadia Guity es una mujer que cimentó su destino en las fincas bananeras de la Lima, Cortés. “Allá crecí, hice mi escuela y todo”, dice, mientras agrega que es la hija de “en medio” de siete hijos e hijas que tuvo su madre.
Recuerda su infancia en compañía de su madre, una mujer ama de casa y un padre instalado en los Estados Unidos; trabajó en una empacadora durante su estadía en la Lima, Cortés y luego pasó a trabajar en un hotel en las Islas de la Bahía.
Dio sus primeros pasos en organizaciones, hace doce años. Dice que no se arrepiente de esa decisión que transformó su vida. “Yo empecé a hacer la lucha cuando me traslado a Trujillo. Desde ese tiempo comenzó mi lucha para hacerle ver a las mujeres que tenemos un valor y poder de hacer las cosas”, dice.
Para ella no ha sido tan difícil adentrarse a luchas colectivas, pese a la discriminación que siguen recibiendo los pueblos garífunas, pero reconoce que en la época de su madre la garantía de sus derechos era todavía un sueño.
El rol de Leocadia
En la organización de Wagucha hay hombres y mujeres. Ella hace de todo un poco: desde sembrar cacao, pimienta gorda, canela, vender choco-gifiti, asistir a capacitaciones y el apoyo a muchas mujeres que son víctimas de violencia.
Wagucha les brinda a sus integrantes apoyo para sembrar un huerto de forma colectiva; cuenta con un restaurante para ofrecer lo que producen a las personas que llegan a visitar Trujillo. Es una organización con personería jurídica.
Aunque los ingresos no son muy elevados, Leocadia disfruta su trabajo. “Me gusta, me gusta mucho; los ingresos son mínimos, pero nos sirve para medio solventar la vida”, señala.
Además de Wagucha, Cayita es integrante de la Red de Mujeres de Trujillo. En esta organización se reúne con sus compañeras dos o tres veces al mes. Lo hacen en lugares públicos, como el quiosco del parque, en el mar, o en las instalaciones del INFOP. “Están organizadas más de treinta mujeres. Todas elaboran sus producciones y las muestran en las ferias”, explica.
El lugar donde vive, trabaja y utiliza para sus reuniones es un territorio ancestral. “Nos han llegado empresarios y no estamos dispuestos a vender porque es ancestral. Los ancestros lo dejaron para nosotros y ver qué hacemos. No está en venta”, deja claro Leocadia.
Leocadia lucha contra los vientos de la agresividad, para que las mujeres ya no sufran humillaciones de ninguna índole. “Yo les hago ver cuáles son los derechos y deberes, porque van de la mano”.
Cuando una mujer acude a Cayita, primero les habla, las concientiza y las acompaña en la decisión que tomen. Siempre les recalca que es posible amarse y avanzar solas, porque ella ya lo ha hecho.
Los días de Cayita y su amor por el mar
Leocadia tiene claro que no quiere pareja en su vida. Es madre de cuatro mujeres y un varón que asesinaron en Lima.
De sus hijas, la menor la acompaña en su hogar. Con ella comparte la alegría de su nieto. Cuando habla de su hija sus ojos le cambian, hay un brillo de orgullo y complicidad. “Está sacando cursos de tabla yeso y cielo falso y raso. No piensa en irse a Estados Unidos”, comenta.
Cuando los huracanes Eta y Iota afectaron a Honduras, su familia no fue la excepción. Su hija se quedó sin nada. “No tenía nada que ponerse. No recibimos nada de lo gubernamental, solo el apoyo de la misma familia”.
Son esas historias, preñadas de indignaciones, injusticias y un dolor que le han permitido fortalecer sus lazos con el mar.
Es ese mar que escucha cuando se levanta y se instala debajo del palo de yuyuga que tiene sembrado en su casa. El que la acompaña cuando se prepara una taza de café y se toma el medicamento para combatir la diabetes. El que le sigue los pasos cuando baja al centro y la ve descansar mientras su hija realiza las labores domésticas.
“Cuando mi hija está soy la reina de la casa”, comenta entre risas.
Ese ese mar que la ve andar con sus amigas los fines de semana cuando sale a divertirse. El que le pide que las mujeres no callen, que sean más fuertes para denunciar la violencia y que respiren la libertad en todas sus dimensiones.