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Análisis semanal | Honduras: Crisis climática e inundaciones, una oportunidad para transformar el actual modelo de crecimiento

Escrito por: Gustavo Irías

09/10/2022

Durante el 2021 y los meses que han transcurrido del 2022, Honduras ha sido azotada por tres tormentas: Eta, Iota y Julia. Además, por ondas tropicales constantes que han dañado la infraestructura caminera y los cultivos, y destruido las viviendas de familias que habitan terrenos vulnerables, tanto en zonas rurales y urbanas. La reciente onda tropical de finales de septiembre afectó a los 18 departamentos del país, dejando múltiples daños en la infraestructura (135 municipios), más de 73,000 personas afectadas, 16,000 personas evacuadas y 144 albergues habilitados, reavivando la crisis humanitaria heredada de Eta y Iota. Ahora estamos a la espera de los daños que causará la tormenta Julia, en curso de desarrollo, al momento de escribir estas líneas.

El trópico seco centroamericano, a lo largo de su historia, ha estado caracterizado por estaciones que han combinado las lluvias y sequías. Sin embargo, en las últimas décadas, los eventos extremos (inundaciones y sequías) han aumentado su frecuencia y sus impactos negativos, especialmente para las comunidades rurales y urbanas con mayor vulnerabilidad y pobreza, sin negar su impacto generalizado sobre la economía y geografía nacional. En el presente, no es posible explicar estos eventos sin tener como referencia la crisis climática, para muchos estudiosos una verdadera crisis civilizatoria.

¿Por qué crisis civilizatoria? El modelo de crecimiento capitalista sustentado en la industrialización, teniendo como base la energía fósil, ha llegado al límite de resistencia de la naturaleza; su reproducción a largo plazo no es sostenible. Este modelo basado en la quema del carbón y combustibles fósiles está conduciendo a la producción de gases de efecto invernadero (GEI), modificando el clima del planeta con el calentamiento global, que produce una mezcla de sequías, tormentas e inundaciones. Los principales responsables de esta crisis son las grandes corporaciones capitalistas y los llamados países desarrollados del norte.

Honduras es uno de los países más vulnerables al cambio climático. De acuerdo con la CEPAL (2019), “Son varios los índices que evalúan a Honduras como muy vulnerable ante los efectos del cambio climático. El índice de riesgo climático global de la organización German Watch señala que Honduras fue el país más afectado en el periodo 1995-2014. Este índice considera eventos como tormentas, inundaciones, temperaturas extremas, olas de calor y frio (Sönke y otros, 2015). El índice del Monitor de Vulnerabilidad Climática de DARA (2012) ubicó a Honduras en un nivel de vulnerabilidad “severo” en 2010 y lo proyecta como “agudo” para 2030. Es decir, el mayor grado de vulnerabilidad considerado por este índice. El índice global de adaptación de la Universidad de Notre Dame, que mide la vulnerabilidad y la preparación de los países frente al cambio climático, clasificó a Honduras en el 2014 con una vulnerabilidad alta y una preparación baja, ubicándolo en el lugar N° 127 de 180 países (ND-GAIN, 2016)”.

Sin embargo, sería limitado el análisis si nos quedamos responsabilizando a las grandes corporaciones capitalistas del norte (Estados Unidos, Canadá, Francia y otros) por los daños ambientales y sociales. Un componente esencial es el modelo de crecimiento del capitalismo hondureño: concentrador de la riqueza, extractivista y depredador de los recursos naturales y de la vida humana.

Modelo concentrador y excluyente que destruye medios de vida y el futuro de las familias más vulnerables

El capitalismo hondureño se ha sustentado en la extracción de los recursos naturales y en la destrucción de la naturaleza, desde el colonialismo español, pasando por el enclave bananero, hasta llegar a la actualidad.

Una de sus manifestaciones más significativas ha sido la destrucción del bosque o la deforestación. Según hidrólogos como Max Ayala, la deforestación no solo produce inundaciones, también deslizamientos de tierra “pues al deforestar lugares donde antes había cobertura vegetal, que era la que protegía el suelo y servía de malla para que este no se separara, el agua lluvia tardaba más en llegar a las corrientes; ahora que los bosques no están, el agua lluvia llega en menor tiempo y los ríos y quebradas crecen mucho más rápido y se desbordan”.

Con base en datos oficiales recientes, del total de la superficie nacional el 56% está cubierto de bosques. No obstante, se registra una significativa pérdida anual. Entre el 2000-2016 se estima que la desforestación alcanzó 372,857 hectáreas, en ese mismo período apenas lograron restaurarse 37,647 hectáreas, ocasionándose una pérdida neta, en ese lapso de tiempo, de (335,209) hectáreas. Las principales causas de esta deforestación radica en la extensión de la frontera agrícola y extractiva: agricultura a gran escala, ganadería, minería, infraestructura y generación de energía hidroeléctrica; agricultura a pequeña escala, extracción de leña e incendios forestales.

La lógica depredadora de este modelo no respeta tampoco las áreas protegidas. Un informe del FOSDEH del 2020 reveló que “En territorio indígena y afro descendiente existen 54 concesiones mineras, 36 proyectos de generación de energía eléctrica y la única concesión de hidrocarburos del país. Éstas [concesiones] cuentan con serios cuestionamientos ya que los procesos de consulta previa, libre e informada (CPLI) no cumplen los estándares internacionales de derecho que lleven al consentimiento de los pueblos”. Es de resaltar que “Muchas de las áreas donde están ubicados los pueblos indígenas han sido declaradas como protegidas y algunos de ellos se encuentran distribuidos cerca de su zona núcleo, que tiene por objetivo conservar ecosistemas, únicos o frágiles, únicamente para usos científicos y funciones protectoras y productoras que no sean destructivas”.

La lógica de este modelo ha sido hacia la concentración de la tierra y los recursos de la naturaleza en pocas manos, al extremo que del 27% de la superficie destinada para cultivos agropecuarios, el 24% corresponde a cultivos de pastos, la manera que utilizan los terratenientes y grandes empresarios agrícolas para justificar el uso improductivo de la tierra, permitida por la Ley de Modernización y Desarrollo del Sector Agrícola. Asimismo, llama la atención que la palma africana, a principios de los años 90 apenas ocupaba una superficie de 32,000 hectáreas, pero en el 2018 ya ocupaba 202,599 hectáreas, pese a que es un cultivo altamente dañino al ambiente por la pérdida de biodiversidad, contaminación del agua y aire.

En este panorama, el patrón histórico de despojo y violencia ha terminado por desplazar a la gran mayoría de la población rural a tierras de laderas, ecológicamente frágiles, y expuestas a recurrentes deslizamientos y/o avalanchas de los terrenos, a las pérdidas de sus cosechas, viviendas e incluso vidas. De igual manera, se ha colocado en riesgo la producción de granos básicos y de la soberanía alimentaria. Por cierto, con las tendencias proyectadas en el aumento de la temperatura en el país, a causa del cambio climático, también está proyectada la reducción de los rendimientos del maíz, frijoles, arroz y el maíz en los próximos años y décadas. De no modificarse el modelo de crecimiento hasta ahora seguido, miles de familias rurales no tendrán oportunidades de mejorar sus vidas y estarán expuestas a periódicas hambrunas.

El modelo de crecimiento del capitalismo agrícola hondureño es agresivo con la naturaleza y es insostenible en el contexto mundial de la crisis climática. Tan hostil es a la naturaleza este modelo de crecimiento que “Honduras es el segundo país con mayores emisiones de GEI en Centroamérica”, siendo los responsables el Cambio en la Utilización de la Tierra (CUT) (deforestación), el sector agrícola (por su alta utilización de fertilizantes nitrogenados), el sector energía y el sector desechos. En tal sentido, no es casual que Honduras haya ocupado, en el 2021, la posición 77 (de un total de 184 países) del ranking de países por emisiones de CO2.

Es necesario el cambio de políticas públicas, con respaldo presupuestario

Normalmente, cuando nos enfrentamos al fenómeno de las inundaciones, el enfoque y abordaje de los tomadores de decisiones se centran en lo urgente, dejando de lado o postergando en el tiempo la necesaria visión estratégica y de reformas estructurales que requiere enfrentar integralmente el fenómeno de los eventos extremos desatados por la crisis climática. Respecto a esta crisis, los países del mundo tienen el compromiso de avanzar con medidas concretas hacia la adaptación sostenible e incluyente del modelo de crecimiento vigente. Estos compromisos han sido asumidos en diferentes conferencias mundiales. Sin embargo, las élites de los países del norte y del sur se resisten a los cambios y asumen que los efectos de la crisis climática pueden esperar.

En Honduras y en los países del corredor seco de Centroamérica, que se extiende desde el sur de Chiapas, México, hasta Guanacaste, en Costa Rica, los fenómenos climatológicos extremos como las tormentas, inundaciones y sequías han dejado de ser eventos episódicos y han pasado a formar parte de la problemática estructural. Retomando el documento ya citado de la CEPAL (2019), en Honduras es esencial “priorizar medidas y políticas públicas que impulsen la adaptación diseñada explícitamente para asegurar una mejor sostenibilidad e inclusión, integradas a acciones de reducción de la pobreza y de la vulnerabilidad al cambio climático y a los eventos extremos. Dentro de este orden de prioridades se propone fomentar la transición a economías ambientalmente sostenibles y bajas en emisiones de GEI y otros contaminantes”.

Finalmente y de manera complementaria, el CESPAD considera que en el nuevo contexto político del país es urgente avanzar, entre varios aspectos, hacia la aprobación de una nueva generación de políticas públicas agrarias y ambientales que incluya una redistribución justa  de la tierra agrícola para producir (incluyendo a hombres y mujeres), la recuperación y saneamiento de los territorios de los pueblos originarios, la restauración de áreas agrícolas dañadas, un plan agresivo de reforestación incluyente, el reordenamiento territorial que considere los riesgos ambientales y la descentralización del Estado, estrategias de transición del extractivismo depredador a formas de producción sostenibles (incluyendo el decrecimiento), políticas públicas por la seguridad y soberanía alimentaria integrales y adaptadas a la crisis climática.

La presente crisis climática y humanitaria es una oportunidad para el cambio. Es el momento de transformar el actual modelo de crecimiento que daña el ambiente, que afecta las condiciones de vida de las familias más pobres y las expulsa de sus viviendas y comunidades, obligándolas a la migración nacional e internacional.

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